Capítulo 1

El craving era muy real. Y muy cabrón. Aura odiaba cada vez que aparecía y la obligaba a hacer todo lo que dos meses antes prometió no repetir. Pero ahí estaba ella otra vez, esperando.

El ruido del coche en el camino cubierto de piedras, alertó de su llegada. Por eso, cuando recibió el mensaje en el móvil, un simple "OK", ya estaba frente al telefonillo, abriendo el portón de acceso.

Escuchó el deslizar metálico de la puerta, nuevamente el sonido de las gomas contra las piedras del camino y, después, solo su querido silencio serrano. ¿Esta vez sí estaría dudando? Permaneció detrás de la puerta, negándose a hacer nada que pudiera influir en lo que sucedería a continuación

La espera debería irritarla, ¿impacientarla, quizás? La realidad era que únicamente aumentaba su necesidad. Lo notaba en cómo se aceleraba un poco más su corazón, en el calor incómodo que le acariciaba la cara, y en la sensibilidad extrema entre sus piernas.

Se apoyó contra la pared. Imaginó con anticipación lo que estaba por suceder  y volvió a experimentar el inevitable cosquilleo en la boca. Alzó la mano y deslizó el dorso contra sus labios, con fuerza. Un acto estéril, lo sabía.

Escuchó abrir y cerrar la puerta del coche, los pasos sin prisa que se acercaban. No por esperado, el timbre la sobresaltó menos.

Tomó unos segundos para volver a componerse, para relajar los músculos de la cara. Siempre era consciente de los músculos del rostro, siempre relajándolos. Por eso reía, internamente, por supuesto, cada vez que insinuaban que su inexpresividad era resultado del uso descontrolado de bótox.

Decidida, echó un último vistazo a sus pies descalzos, al kimono de seda con la apertura precisa y a la bata a juego que solo era la promesa de más. Entonces, abrió.

—Ana, ¿entras? —preguntó Aura con toda la neutralidad que pudo reunir.

No por primera vez, Aura se preguntó si lo que veía en el rostro de Ana era odio o deseo. Al final, siempre llegaba a la conclusión de que eran ambos. Que te concedan un gran deseo puede ser un inmenso castigo.

—¿Vestida para matar? —preguntó Ana con ese tono de amargura que lograba crisparle los nervios.

—Hoy nadie muere, no te preocupes —respondió Aura mientras, con la mano, volvía a invitarla a entrar.

Estar tanto tiempo en la puerta de entrada comenzaba a ponerla nerviosa. Casi nadie conocía esa casa, estaba a nombre de su madre, pero nunca sabías cuándo alguien podía pasar y reconocerte. Poco probable, teniendo en cuenta la altura del cercado exterior, pero daba igual, tomar precauciones era ser ella.

Aura, mujer.

Aura, hija de puta.

Aura, precavida.

Algunos dirían que paranoica. Muchos de ellos ya borrados del mapa por una tendencia en la red social de turno. Algo de paranoia no les hubiera venido mal.

Quizás porque en ese momento Ana pensó lo mismo, echó una última mirada al exterior y entró. No había necesidad de indicarle el camino, ya lo conocía.

Aura la siguió, sabiendo de antemano la coreografía que interpretarían. Primero, a la cocina y en silencio. Después a la nevera, a por una cerveza. Tercero, el trago largo. Cuarto, volverían al salón. Quinto, enfilar hacia el sofá y casi, casi sentarse porque, justo cuando el movimiento empezaba a brotar, Aura se acercó a Ana por detrás y enmarcó sus caderas con las manos.

Presionó solo un poco, lo suficiente como para acercar el cuello de Ana a su nariz, y con cuidado, al acecho, comenzó a trazar un camino que iba desde la base hasta el lóbulo de la oreja.

A Aura nunca le gustó el olor de Ana, al menos no el de su piel más expuesta. Sí le gustaba su altura perfecta, diez centímetros menos que sus propios 172 cm. Le gustaba la dureza de sus músculos y sus caderas marcadas, perfectas para sostener.

Sobre todo, Aura volvía a Ana una y otra vez porque podía, porque sabía que Ana, a pesar de intentarlo en cada ocasión, era incapaz de dejar pasar la oportunidad de estar con ella una vez más.

Y no hablaría. Esa era la razón principal, todo lo demás puntos extra que existían por esta circunstancia.

Aura tenía una garantía de silencio: el amor de Ana. No por ella, a ella la odiaba un poco, el amor de Ana era por su esposa y por sus dos hijos.

Por eso, al amparo de la certeza que daba un amor ajeno y el deseo propio, Aura deslizó las manos por la falda gris y al llegar al extremo inferior, comenzó a tirar de la tela hacia arriba. Poco a poco descubrió las piernas suaves en las que se podía adivinar un pequeño temblor.

Cuando la braga negra comenzó a asomar, sostuvo la falda con su brazo izquierdo. Con la mano libre fue a constatar una certeza y trazó un semicírculo sobre la ligera colina que cubría la tela.

Humedad.

El gemido agónico de Ana abrió las puertas a un deseo en construcción desde hacía semanas. Aura tomó la cerveza que todavía colgaba de la mano de la mujer y la colocó sobre la mesa. Volvió a sostener a Ana por las caderas, la guió hasta el sofá y le hizo dar media vuelta. Luego, volvió a subir la falda hasta dejar la braga al descubierto.

—Siéntate —susurró con el tono de engañosa suavidad que no admitía réplicas.

Ana se dejó caer. Con movimientos que recordaban a un atleta preparando su posición de salida, Aura se puso de rodillas y, con cuidado, como quien está realizando un corte preciso y estéril, abrió el ángulo perfecto entre las piernas que tenía delante.

No pudo menos que felicitarse por el control que aún mostraba, mientras que en su interior una fuerza tiraba hacia delante, hacia lamer, succionar; calmar una necesidad que la arrastraba una y otra vez. Todavía tuvo tiempo para un pensamiento frívolo: su buen criterio al comprar alfombras gruesas.

Decidida a mantener el frágil dominio sobre la escena, se acercó con lentitud a la braga y en lugar de la boca que Ana deseaba, fue su nariz la que comenzó a recorrer el terreno negro flanqueado por las blancas piernas. Primero la orilla, insinuando el roce. El olor a humedad que casi saboreó, casi. Sintió el movimiento de la cadera de Ana intentando ganar más fricción. La complació a medias al llevar la nariz a su centro, más cerca, con más vigor. Esa vez no se negó el placer de inhalar con fuerza y el olor primario hizo que se le escapara un corto gemido.

Comprendió que parte de su control se le estaba escapando cuando no pudo resistir el impulso de abrir la boca, sacar la lengua y, en parte morder, en parte lamer, la tierna carne cubierta de tela negra. Estaba tan inmersa en el momento que, al sentir unas manos que tocaban su cabeza, reaccionó como un animal al que intentan quitarle su presa.

«Todavía no, todavía no», se dijo.

Con esfuerzo se alejó, aunque siguió de rodillas.

—Fuera —dijo tirando de la braga.

Moviéndose con torpeza y con la respiración cada vez más atropellada, Ana alzó las caderas y bajó hasta las rodillas la empapada prenda. Aura continuó el movimiento y despejó las piernas. Solo necesitó hacer un poco de presión en ambos muslos para que Ana entendiera qué quería de ella. No era la primera vez. Siempre esperaba que fuese la última.

La mujer, que por ahora seguía sus órdenes, se deslizó por el sofá hasta que su líquido centro quedó al borde, como una muralla detrás de la cual está todo lo bueno por lo que vale la pena arrodillarse.

Aura sintió que su propia boca se llenaba de agua, una respuesta pavloviana que nunca dejaba de asombrarle. Observó el pelo cuidadosamente cortado que cubría los labios, el interior rosado, la apertura brillante, el clítoris inflamado por la ocasión. Se inclinó, sacó la lengua y con la punta recorrió centímetro a centímetro el interior de los labios. Lo hizo como hacía todo, con minuciosidad, aspirando a la perfección.

Primero a la izquierda, después a la derecha. Regresó al centro y empujó la lengua hacia dentro. Volvió a sentir unas manos en su cabeza, pero esta vez no se sobresaltó. Ana recogió el pelo negro que le caía sobre las sienes e hizo una especie de coleta minúscula que mantuvo sujeta con una mano.

Buena chica.

Relajó la lengua, ya no era el músculo rígido y puntiagudo de unos segundos atrás, ahora era un valle suave, como una especie de pala de terciopelo que repartió humedad en su ascenso. Escuchó el gemido fracturado de Ana y sintió la presión crecer en su cabeza. Volvió a descender por la franja húmeda. Repitió el mismo camino hacia el clítoris. Esta vez la presión en la cabeza no fue gentil, tampoco lo fue el tirón a su pelo.

No tan buena chica.

Aura tuvo un escaso momento de lucidez en el que comprendió que su control había llegado hasta la incapacidad. Deslizó la mano derecha entre sus propias piernas y comenzó a dibujar círculos acelerados alrededor del clítoris.

Escuchó su gruñido como algo ajeno que solo apareció para encenderla más. Imprimió más vigor a los lametazos que daba entre las piernas de Ana, pero esta vez los movimientos carecían de precisión. El control cabeza mano nunca fue su fuerte, solo su debilidad.

Ana dio un tirón brusco, violento, que apenas dejó a Aura espacio para respirar. Sintió como la saliva traspasaba sus labios y añadía más humedad alrededor.  

—Come —escuchó la voz cargada de deseo y resentimiento.

Se concentró en mantener la lengua fuera y dejarse llevar por los círculos que Ana dibujaba con sus caderas. Cada vez más rápidos, cada vez más cerca del fin. Aura detuvo el movimiento entre sus propias piernas y sin apenas transición, acercó los dedos a su apertura mojada. Primero dos, que se deslizaron con exquisita suavidad. Sintió cómo el tejido delicado los engullía y acomodaba.

Su boca, en este punto un ente con voluntad propia, gritó entre las piernas de Ana.

Hizo espacio para un tercer dedo que entró con mayor dificultad por el apretado canal. Curvó la mano y colocó la palma sobre el clítoris. Llevó los dedos hasta el fondo y todavía pretendió ir más allá. Salió un poco y volvió a deslizar la mano hacia delante, después hacia atrás, hacia delante, hacia atrás. Más duro, más intenso. Sintió el salto descontrolado de las caderas de Ana y escuchó su grito desatado.

Ya no pudo más.

Imprimió una velocidad frenética a sus dedos y escaló hacia la cima de un orgasmo que en realidad venía formándose desde hacía semanas.

Como siempre, hizo un esfuerzo por experimentar la sensación desde fuera, por analizar cada uno de sus potentes matices como si después tuviera que responder a un cuestionario. Para ella era como entrar en un espacio aislado del tiempo y del mundo, en el que por unos segundos se dejaba llevar.

La vulnerabilidad instantánea tenía un precio: su desapego posterior. También tenía un beneficio: la sed se calmaba por un tiempo.

Cuando sintió que ya no quedaban más sensaciones que exprimir, dio media vuelta y se recostó contra el sofá. Tuvo cuidado de no mantener parte alguna de su cuerpo en contacto con Ana. Pasaron varios minutos antes de que alguna dijera nada. Como en otras ocasiones, tuvo la premonición de que Ana pondría un punto final a la particular  utilización mutua.

"Utilización mutua", qué buen término para describir lo que había entre ellas. Puestos ya a objetivarse, Ana sería un aliviador y ella, un excitador; dos objetos que se complementaban por arte de las circunstancias. Sin ella, Ana seguiría en su vida de sensaciones suaves, pero sin aliviador, Aura sabía lo que vendría: frustración, ansiedad, errores de cálculo.

—Me voy —dijo Ana.

Otra ocasión en la que no se atrevió a poner el punto final.

«Cobarde», pensó Aura.

En la periferia la vio ponerse de pie, subirse la estropeada braga y estirar la falda con éxito dudoso. Aura siguió en el suelo, apoyada contra el sofá, dejándose llevar por los primeros lametazos de desapego.

—Pues nada, ya conozco el camino.

El sarcasmo en la voz de Ana no le pasó desapercibido, pero no pudo importarle menos.

«¿Por qué siempre usa frases tan hechas?».

—¿Por qué tienes que ser así? —preguntó Ana, como si fuera un eco contestatario con tintes telepáticos—. Déjalo, da igual. Patria y honor diputada. Nos vemos mañana en el inicio del cole.

Maldita Ana, por unos minutos había olvidado que al día siguiente empezaba el circo. Mañana, Aura diputada volvería. Aura estratega, Aura hija de puta dispuesta a cortar cabezas.

Una nueva legislatura con un inepto falto de honor de presidente y el estreno de un grupo parlamentario lleno de burguesía de izquierda disfrazada de obreros de bien. Este país la necesitaba más que nunca.

Lo de ese día no fue más que un desliz para aliviar la maldita sed y seguir haciendo aquello para lo que nació: servir a un bien común, combatir a la progresía de salón, hacer su patria grande otra vez.

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Capítulo 2

Medea miró a lo largo del pasillo del orden del día. Observó las paredes de falso mármol rosa y la alfombra roja y amarilla con intrincados detalles, que ese día recibiría a cientos de diputados con sus mejores trajes.

Pensó que su pantalón Ignacia, su camiseta Ignacia y su americana Ignacia de la línea Minimal (by Ignacia, por supuesto), no estaban precisamente fuera de lugar, pero tampoco en el lugar ideal. Minimal by Ignacia estaba diseñada por ella y su equipo pensando en los trabajadores de cuello blanco modernos. Gente que trabajaba en una oficina, sí, pero trabajaba. Definitivamente, no era ropa para figurar o aparentar que se trabajaba. Y aunque Medea apenas llevaba 10 minutos en el edificio del congreso, ya suponía que esa gente tenía cierta experiencia en el arte de aparentar.

Intentó introducirse bien en el papel, poner la cara de solemnidad que en su imaginación exigían las circunstancias. No le costó mucho, al fin y al cabo, seguía mortificada.

Habían pasado meses desde que dijo que sí a la propuesta de Clara y la sensación de haber cometido un gran error no la abandonaba. ¿Pero quién iba a predecir que llegarían tan lejos? Cuando aceptó ir en la lista de Nueva Izquierda, realmente lo hizo como muchas cosas: como un juego. Un nuevo reto con el que vivir otras experiencias.

El resultado de las elecciones fue un subidón de energía increíble, nadie imaginaba que en su primer asalto llegarían a 33 diputados. Pero claro, eso significó que el juego tenía un final envenenado. Ella de finales envenenados en juegos inconscientes sabía un rato, pero ese se había ido madre.

Si hasta sus padres estaban preocupados, ¡sus padres! Si Antonio e Ignacia sentían una gota de preocupación por la última aventura de su hija, es que realmente había llevado los límites muy lejos. Los límites de la tolerancia de sus padres eran amplios, tanto que hasta ahora no se habían divisado.

Medea lo entendía, claro que sí. Desde que nació, escuchaba a sus padres hablar de los políticos como los seres más grises y lamentables que poblaban, más bien despoblaban, el planeta. Y va y les sale la hija política.

Si es que si la hija les hubiera salido puta, bueno, no pasa nada. ¿Narco? Pues oye, qué se le va a hacer, aprovechar y sacar la yerba barata. ¿Bollo? Bueno, bollo les salió y fue una gran noticia. Su fiesta de salida del armario todavía se recuerda como mítica entre el grupo de amigos de sus padres. Casi 20 años después, Ignacia y Antonio siguen felicitando a Medea cada 3 de junio. ¿Pero política? Por ahí les estaba costando pasar.

Las limpiezas espirituales de su madre alcanzaron una intensidad nunca vista. Ya no era posible entrar a la villa sin sentir el cargado olor a incienso por todas partes. En la última visita que les hizo, notó que Ignacia había añadido unos ramos de hierbas en las esquinas.

No preguntó qué eran. El eclecticismo espiritual de su madre desafiaba toda lógica y lo mejor era ignorarla.

Por suerte, ninguno de los dos veía la tele, así que no había riesgo de que los vieran con cara de novatos fuera de lugar en los pasillos del Congreso.

—Medea —registró la voz de Clara casi al mismo tiempo que esta le rozaba el brazo.

Se dio cuenta de que llevaba algunos minutos divagando en el pasillo. ¿Algún periodista lo habría notado? Medea se permitió en ese momento admitir qué la seguía reteniendo fuera.

¿Ella estaría ahí? Por supuesto que sí. Esa mujer nunca faltaba a un compromiso, aunque a ella decidió faltarle toda la vida. Después de 12 años,se lamentó Medea, seguía teniendo algún efecto sobre ella.

Echó mano de los mantras de sus padres, reconoció la emoción y se dijo que era normal. Había sido alguien importante en su vida. Como mínimo, tenía curiosidad por verla en su elemento. ¿Se asombraría al ver a Medea? ¿O ya lo sabía? ¿Admitiría conocerla? ¿Mandaría a la policía a arrestar a la progre peligrosa? Bueno, qué estrés tan tonto por una mujer que nunca admitiría en público conocerla y que difícilmente la notaría entre 350 diputados.

—Medea —insistió Clara, que tenía la cara pegada al móvil—, ¿entramos? Joaquín y los demás ya están dentro.

Medea se limitó a asentir con la cabeza y seguir a Clara.

Ella y Clara siempre habían tomado los horarios como sugerencias bienintencionadas, sin obligatoriedad implícita. Joaquín era de otra pasta y, por eso, era el rostro más visible de la formación, literalmente. Todos confiaban en que sería el primero en llegar y dar la cara con el mayor sosiego del mundo.

Clara llegaría en algún momento, con una cara menos amable, pero con una agudeza intelectual que Medea aún no sabía si les hacía daño o bien. El pensamiento de Clara era majestuoso, pero tan carente de emociones que era como energía nuclear: capaz de cosas muy buenas e igual de capaz de cosas terribles.

Después de Joaquín y Clara, quizás el diputado más popular de Nueva Izquierda fuese Azim Benali, hijo de inmigrantes y un economista respetado. Sin vergüenza alguna, al interior de Nueva Izquierda se admitía que Benali fue un fichaje buscado, diseñado por Clara y ejecutado por Medea. Inmigrante y economista, una mejor combinación no se podía pedir.

Medea también fue un fichaje estratégico, no una militante de corazón. Conocía a Clara desde pequeña por moverse en los mismos círculos. Clara quería para su partido gente de izquierda que demostrara que a la izquierda no se le da mal la economía. Que existen, eh, existen y ahí estaba Medea. Hija de dos hippies de izquierda ricos gracias a hacer ropa que se vendía por todo el mundo. Y Medea era la hija de, cierto, pero en sus años al frente de Ignacia fue la que logró su internacionalización y lanzó la presencia online.

La primera vez que Clara le planteó unirse a Nueva Izquierda, Medea se lo tomó a broma. Cuatro encuentros después ya le dijo que sí, pero Medea seguía teniendo la sensación constante de haber cometido un error. Que sí, que ella sí estaba comprometida con las ideas de su partido, pero eso lo demostraba en la empresa, creando empleo, haciendo posible que sus empleados tuvieran uno de los mejores salarios del sector. ¿Qué iba a hacer ella en medio de sesiones interminables en el Congreso? Si es que entendía el amor de los diputados por el Candy Crush, debería venir instalado por defecto en todos los móviles que tan generosamente financiaba el bolsillo del contribuyente.

Apenas había puesto un pie en el salón de sesiones y ya estaba de los nervios. Los bancos rojos y azules estaban casi al completo, muy diferente a las sesiones ordinarias que se veían en la tele. Hoy era el inicio de la legislatura, todos querían dejarse ver. Su grupo se distinguía sin problemas, eran los que miraban alrededor con ojos de no creérselo y apenas hablaban entre ellos.

Sintió la mano de Clara en la espalda, incitándola a caminar. Se puso en movimiento y alcanzó el primer escalón del segundo pasillo a la derecha. Miró a un lado y, en ese momento, todo alrededor de Medea desapareció.

Por unos segundos, los que le tomó a Clara reaccionar para volver a incitarla a caminar, Medea miró directamente a los ojos grises de Aura Pérez Pedersen. Observó el pelo negro brillante, la piel casi traslúcida del que se pasa el día urdiendo tramas en una oficina.

Habían pasado casi doce años desde la última vez que ambas se habían visto, un encuentro que significó el inicio del periodo más oscuro en la vida de Medea.

Confirmó algo que ya suponía al ver a Aura en la tele: la chica apasionada y resuelta que había conocido era ahora una mujer que ahorraba en gestos como si le fuera la fortuna en ello. Aura se había construido la imagen de mujer de hielo con propósitos superiores con tanto éxito, que millones de ciudadanos votaban un partido de extrema derecha porque estaban convencidos de que eran los únicos capaces de encaminar a un país en constante respiración asistida.

Pero más de una década después, Medea todavía conocía lo suficiente de Aura para saber que la había reconocido. Fue un reflejo rápido que Aura se apresuró a borrar, pero ahí estaba. Y en lugar de la indiferencia que Medea deseaba sentir, o la rabia que temía experimentar, el chute de adrenalina que recorrió sus venas la sobresaltó. En ese instante, volvieron sus ganas de comerse el mundo.

Estaba en el Congreso de los Diputados, podía influir en la vida de más personas que nunca y formaba parte de un partido nuevo que, con honestidad, quería hacer las cosas diferentes.

Del otro lado, un gran enemigo a batir: la derecha más peligrosa que se había enquistado en su país como un tumor y expandía el odio como el peor de los virus.

Para Medea, solo había una contrincante digna, la mujer que ella sabía era el gran referente mediático de Frente por la Patria. Aura siempre supo cómo mover las piezas para lograr su final y siempre, siempre, confirmó Medea, Aura había sido facha y tan bella que dolía.

Fin de los capítulos de muestra

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